Bebí
sin sed y besé sin pasión a mi dama de humo con cara de alegría idílica, pero
no encontré ni la saciedad ni la excitación, sólo una luna más, resucitada por
las ganas de que brillase de millones de personas y el cumplimiento para pocos;
3 ó 4 suertudos.
Caminé
sin pies y reí sin boca porque lo verdaderamente importante no es lo que
quieres, sino lo que te lleva a lo que quieres porque “la felicidad está en la
antesala de la felicidad”.
Llevo
ya mucho sin gritar lo que susurro porque siempre se me escucha como ratón que
discute con gato, porque siempre me acallo ante el triste destino que me lleva
a lloriquear sin sentido.
En mi
camino de negrura de borracho, ésa que viven cuando van solos de madrugada por
calles desiertas donde sólo queda gente como ellos, vi familias despidiéndose
entre risas y abrazos, a niñatos emulando lo que creen que, por ser “de
adultos”, les hará más alfa y mis pasos resonando cual eco en mi cabeza,
metrónomo de ideas de las de puños cerrados y mandíbula encajada.
Vi con
los ojos cerrados y saboreé con mi mano pero nunca supe qué hacer cuando se me
caía el alma a sus pies y sólo me rescataban las ganas de volver a ver el
sonido de su sonrisa.
De
citalopram en prozac, mi piano se fue resquebrajando, poco a poco, hasta que
dejó de sentir; dejé de beber sin sed, besar sin pasión, caminar sin pies, reír
sin boca, ver con los ojos cerrados o saborear con mi mano, ni siquiera era
capaz de cantarle a los folios mis canciones, sólo podía quejarme de no poder
hacerlo. Algo le pasó al marfil de sus teclas y yo no eché cuenta cuando me
pedía a susurros que lo ayudase, supongo que, por eso, hoy día me siento
incapaz de susurrar a voces, quiero gritar en silencio y llorarle al mar,
echándole un pulso a ver quién sala más a quién.
Ya no
soy capaz de comer sin hambre ni de llorar de alegría, ahora soy más de
escuchar al tiempo en un sofá, un sillón, una silla, una cama…pasando sin
piedad. El único llanto que oigo es el de mi conciencia cuando aún no he hecho
lo que debo y me siento zombie, de traje y corbata, pero zombie.
¿Qué
más da? – Me dije. – No importa pagar por algo que quieres cuando sabes lo que
quieres, que es lo importante. – Y no estaba equivocado, era verdad que quería
lo que sabía que quería, pero… ¿cuánto estaba dispuesto a pagar? Ni yo mismo lo
sé, ni pregunté ni leí la letra pequeña, simplemente lo hice, cambié el humo
con aroma a naturaleza por vasitos de agua con pastillitas efervescentes y
sonrisas que no sé si se fuerzan o me salen solas; por una eterna paranoia de
no saber qué pasará cuando deje de medicarme el corazón, si seguiré como estoy
porque es como estoy o estaré como de verdad estoy, siendo clara evidencia de
que esto no es más que otra máscara, de plástico o probeta, da igual, máscara y
ésta, aún más cruel porque ni yo sé que la llevo, sólo lo sospecho.
Desarrollé
anticuerpos sin enfermedad y no dejo que nadie se me acerque porque le lanzo
radicales libres a la cara, no sé si por miedo, inseguridad o simplemente
facilidad para alejarme de los problemas pero sólo veo lágrimas cuando alguien
me intenta excavar la carne, y no suelen ser mías. Mis palabras dejaron de ser
de seda para convertirse en purísima nuez moscada; solas saben mal y pueden
llegar a ser tóxicas en cantidades superiores a 10 g., por lo que no sé cuánta
gente ha necesitado ya lavado de estómago de escucharme, leerme o, simplemente,
mirarme a la cara.
¿Qué
será? ¿Qué será? ¿Qué será? ¿Está mi piano roto o sólo sucio porque una
pastilla ha tapiado mi sala de música y ya nadie lo toca? ¿Por qué hoy he
podido escuchar su melodía? Empiezo a pensar que el humo me medica más que los
vasitos de agua y eso me da miedo porque, entonces, tengo claras muchas cosas;
ideas sobre la vida, la muerte y sobre lo que de verdad quiero. Ahora, más que
muchas veces, maldigo cumplir lo que prometo.
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